Néstor Olhagaray
Néstor Olhagaray: Videoarte, curaduría y enseñanza audiovisual en el contexto chileno
Por Colectivo Arkhé
El video, al ser más dúctil, más plástico, podía alterar y alejarse del dato real e inaugurar otras dimensiones, otros espacios audiovisuales. El rol del curador de video era estar a la cabeza de esta apertura estética.
Teniendo en cuenta el impacto del régimen militar en Chile, ¿cuál es la relación que podría generar entre las posibilidades tecnológicas que brindó el video en aquel momento y la problemática de la censura o represión política?
En el período de la dictadura, o por lo menos durante el decenio de los ochenta, la situación del video fue muy paradójica. El video se conformó, en un primer momento, mediante el registro de acciones artísticas de resistencia al régimen, pero rápidamente desarrolló su propio estatuto. Es decir que no solo comenzó a pensarse como un instrumento para, sino como un instrumento en sí, y por lo tanto con una cultura y una estética propias. Un elemento fundamental que permitió el desarrollo del video en nuestro país fue la creación de un festival franco-chileno de videoarte que se celebró anualmente entre 1981 y 1992. Ese espacio fue muy fructífero para la producción de video, entre otras cosas porque recibía la visita de videastas de primera línea, como Jean-Paul Fargier y Robert Cahen. El festival también organizaba, en cada edición, un viaje a Francia para un videasta chileno. La propuesta consistía en que el realizador llevara a cabo un carnet de viaje, es decir, la realización de una pequeña producción, en el término de dos semanas aproximadamente, en suelo francés. Esa posibilidad de producir afuera fue muy importante para la escena del video en Chile y permitió que emergieran importantes realizadores y que el video se consolidara como manifestación.
Por otro lado, la infraestructura tecnológica tenía dos fuertes. Por un lado, como el artista no tenía sus propios equipos, se producía en colaboración con artistas de publicidad. El medio publicitario, a pesar de su aspecto netamente comercial, fue el refugio de cineastas antes del golpe y un espacio de resistencia durante el régimen. Para los cineastas, era la única posibilidad de desarrollar el oficio ya que no había industria cinematográfica en el país. Por otro lado, los productores de aquel momento eran las ONG, muchas de ellas financiadas desde el exterior, la mayoría de las cuales tenía una unidad de producción de video. Entonces, se generó una conjunción muy interesante entre realizadores y jóvenes que estudiaban comunicación audiovisual ya que ambos grupos participaron a la vez del documentalismo de resistencia y del video con pretensiones autorales. Es necesario destacar que el espacio franco-chileno era absolutamente político, tan político que duró hasta que volvió la democracia. El ambiente artístico que existió al abrigo de este festival fue muy paradójico porque parecía no existir para la cúpula militar, su ignorancia no alcanzaba a dimensionar adónde iba, de modo que hubo una cierta independencia estratégica que favoreció mucho el desarrollo de la práctica.
Desde este compromiso político que usted toma en pos de construir una historia posible de la práctica de video mediante la puesta en común de distintas miradas y distintos nombres, ¿cómo piensa el rol de la teoría?
Yo creo que el peso de la teoría, incluso en comparación con otros países de Latinoamérica, fue muy dominante porque precisamente fue la época en la que la comunidad de artistas, sobre todo artistas plásticos, tuvo la ocasión de aggiornarse en relación con los desafíos u orientaciones del arte mundial. La obra pasa a ser más bien una acción de arte y la acción necesita un soporte teórico, la acción hay que explicarla, hay que mediatizarla y, sobre todo en ese entonces, había que instalarla. Nombres como Ronald Kay, Nelly Richard y Justo Pastor Mellado tuvieron una producción de textos bastante fuerte que se mantuvo en el tiempo. Inclusive en los festivales franco-chilenos se produjeron discusiones muy interesantes de varias tendencias ya que convergían artistas que venían de la plástica, gente de la semiótica y también documentalistas y periodistas. Todo esto obligó a cada uno a comparecer con sus criterios e ideas, e inclusive creo que, en algunos momentos, la teoría fue más lejos que las obras.
¿Cómo piensa la relación entre el artista y las instituciones? ¿De qué manera el curador media en esa relación construyendo una política estética?
El curador de video, a diferencia de sus colegas en otras áreas, sobre todo en el período de fines de los setenta o de los ochenta, incluso comienzos de los noventa, fue alguien que tuvo que luchar para que el video se considerara un objeto de arte. Fue más que un mediador, jugó un rol preponderante junto con los propios realizadores, porque no había antecedentes sobre este tipo de obra audiovisual. A diferencia de lo que sucedía aquí en la Argentina, en Chile no existió una industria cinematográfica; por lo tanto, la avidez por el video, el hecho de apoderarse tecnológica y mediáticamente, fue muy rápido. Sin embargo, en un principio, nadie concebía el video en sí mismo y los museos o galerías de arte no estaban preparados para inscribirlo como práctica. En ese momento, estos espacios no tenían siquiera los medios para exponerlo. En los años ochenta, los museos y galerías se vieron muy afectados por la censura, fueron espacios negados al arte mismo y, sobre todo, al video, entonces el curador de videoarte se formó junto con los realizadores y los artistas. Tenía que ser el primero en creer que el video no era simplemente un soporte tecnológico, sino que conllevaba la posibilidad de recrear de otra forma la cultura audiovisual.
Yo, en lo personal, venía del cine pero de muy joven comprendí que el cine no es “el cine”, sino que hay muchas culturas cinematográficas, y que el mismo gesto que un Duchamp, un René Clair, en los años veinte, tuvieron respecto del cine, los artistas de video lo tuvieron respecto a su práctica. El video, al ser más dúctil, más plástico, podía alterar y alejarse del dato real e inaugurar otras dimensiones, otros espacios audiovisuales, y el curador de video tenía que estar a la cabeza de esta apertura estética. Actualmente, ya nadie discute que el video sea una forma artística y que forme parte del arte contemporáneo.
Por lo tanto, la labor del curador, hoy en día, es menos mesiánica y pretenciosa, aunque sí debe darles sentido a ciertas producciones de acuerdo con ciertos contextos. En todo caso, no creo en el curador demiurgo que decide con el dedo una tendencia curatorial muy dictatorial.
Quizás por eso sea interesante hablar de relatos curatoriales, dejar en claro que solamente son relatos posibles. ¿Cómo piensa esto en relación con el programa que decidió armar para la Bienal?
Yo trato de aplicar una lógica de historiador, atenerme a los documentos que existen, a los que sobrevivieron. Digamos que hay tres grandes períodos en la historia del videoarte en Chile. El primero, anterior a los años ochenta, no se diferencia de la historia de la Argentina, por ejemplo. Con esto quiero decir que, para mí, el videoarte nace cuando un artista puede equiparse de una instrumentalidad con la cual puede ejercer su propia escritura, y eso ocurre cuando Sony saca al mercado su portapak en el año 1969.
En sus comienzos, el video se encontraba en una situación muy ambigua ya que solo funcionaba como simple registro. Después, en la década del ochenta, los artistas plásticos van a indagar en este medio y eso le va a dar un pie sólido al videoarte, a partir de ese inmiscuirse de los artistas que vienen de otras áreas y prácticas, con el audiovisual. Luego hay otra etapa, después de los años ochenta, en la que hubo una suerte de deflación del video.
Cuando volvió la democracia, los realizadores que estaban en la publicidad se fueron a la TV, los artistas plásticos comenzaron con otras preocupaciones, es decir, todo esto se disgregó en un momento. Pero actualmente existe una generación nueva de jóvenes que piensan el video como práctica. Esta nueva generación proviene esencialmente de la comunicación audiovisual. Yo fui uno de los primeros que fundaron espacios para la enseñanza del video como misión, incluso en escuelas de audiovisual. Estos espacios didácticos surgieron casi sin antecedentes y fueron los responsables de instalar finalmente el video en la institución de arte en Chile. Cuando me refiero a la nueva generación, hablo especialmente de Claudia Aravena, Guillermo Cifuentes, etcétera, que poco a poco se inclinaron hacia un video autoral y ganaron espacio en las instituciones artísticas. Si bien les costó mucho forjarse una escena, muchas veces tuvieron que salir afuera, volver, hacer posgrados en universidades o escuelas de bellas artes, que en Chile no teníamos, y pudieron, mediante una cierta autoridad, instalarse.
Hay un pequeño fenómeno, que también lo presiento acá, que es que muchos autores vuelven la mirada hacia el cine, sobre todo a través de una lógica de puesta en escena y de relato, parece una tendencia sintomática…
¿Y cómo aprecia este síntoma, esta vuelta al cine?
En principio, como ya sabemos, la cultura cinematográfica sigue siendo fuerte, indestructible; pero, desde luego, no se trata del cine clásico, sino de un relato de ficción ligado a un espíritu documentalista. El documentalismo es muy fuerte hoy en día en el arte. El hecho de tomar un material documental e instalarlo en la ficción.
A partir del programa que presenta, ¿cuál considera que sería el lugar del documental en el ámbito de las prácticas de video?
Bueno, desde luego que sigo militando en el audiovisual de creación ligado al arte. Un audiovisual que problematiza consigo mismo, con sus propios medios, con su propia cultura; eso despeja un documentalismo televisivo, periodístico. He constatado que el documentalismo encuentra hoy en día un fundamento en la práctica de las artes visuales porque hoy el artista es el gran mediador y testigo de lo que pasa en el mundo. Para mí, el artista, hoy en día, es como aquel intelectual de los años sesenta que nos explicaba e interpretaba la sociedad y creo que ese rol, actualmente, no lo juegan, por desgracia, los intelectuales, sino los artistas. Por lo tanto, el mejor instrumento para dar cuenta de aquella realidad, que a su vez quieren desentrañar o rearmar como sistema de lectura, es el video. Pero es un video que habla desde un discurso preciso, desde una autoría.
Hace algunas décadas, se desarrolló el documentalismo de autor, sobre todo en Europa. Es un documentalismo en el cual muchas veces el autor es el propio protagonista, o el propio cineasta es coautor de la situación que está documentando. Digamos que el documentalismo hoy en día no vale por los simbolismos o el sentido de lo que se registra, sino que vale por el compromiso que tiene el documentalista con esa realidad que está documentando. Para mí, ahí está el documentalismo de arte.
A partir de esta historización que relata, ¿cómo observa el video en Chile y su perspectiva hacia el futuro?
Creo que estamos en un momento en el cual las tecnologías actuales están decidiendo el futuro. Hoy en día el video monocanal es un soporte más mediático que artístico y que va a tener un rol muy grande en los soportes móviles. El video está integrado a la Web, a las redes sociales, y eso es positivo pero va a significar que su práctica comience a diluirse y confundirse con una serie de manifestaciones audiovisuales que van del minicorto al videoclip y que se pueden usar de forma indiferente en distintos canales. En todo caso, en ese sentido, el video llegó para quedarse. Desde luego que el video vino a renovar y a revolucionar todo el sistema de producción audiovisual, hoy basta una minicámara digital y un software de edición y listo, eso hace quince años hubiera sido imposible de imaginar.
En ese sentido, considero que el video tiene que seguir desarrollándose, tiene que seguir siendo un soporte popular para que cada día sean más personas las que tengan acceso y puedan producir.
¿Podría hablar sobre la obra de Juan Downey?
Juan Downey es arquitecto de formación, nació en Santiago, pero desde joven viaja a Nueva York muy a menudo. Le debemos a él el primer video que se grabó en Chile, en el año 1974. En ese entonces realizó un trabajo con un grupo de teatro llamado El Aleph, y lo que hicieron fue una pequeña performance con actores y un texto escrito por Juan. La obra se llamó Ópera, y aunque no fue una obra muy trascendental, tiene un valor histórico importante ya que es lo primero que se produce en soporte electrónico en Chile. Otra de las cosas más conocidas que realizó, y que marca un espíritu latinoamericanista que está presente en muchas de sus obras, es la experiencia que llevó a cabo en el Amazonas venezolano-brasileño con la tribu de los yanomami. Para este proyecto, Juan viajó con su familia y convivió un año con esta comunidad. Es interesante porque en este gesto ya se puede observar la tendencia del documentalismo de autor que mencioné anteriormente; el artista que participa de la vivencia, que necesita estar a la par del otro. Más tarde realizó una serie de instalaciones que refuerza la idea del trabajo anterior y se llama La risa del Caimán (1979).
¿Cuál es y cuál fue su actuación en Chile respecto de la enseñanza audiovisual?
Tuve el privilegio de poder fundar espacios pedagógicos en momentos en los que la institucionalidad de la enseñanza de las artes era muy conservadora y no tenía ninguna preocupación por las nuevas tecnologías. También creé, y aún dirijo, el primer posgrado en artes mediales en la Universidad de Chile. Por otro lado, en el año 93 creé, y dirijo actualmente, la Bienal de Video, la cual también fue un espacio didáctico, sobre todo en su período inaugural, en el que nos dedicábamos a fortalecer y fomentar a los nuevos realizadores. Al mismo tiempo, todo eso me llevó a curar muestras y a participar como jurado.
Teniendo esto en cuenta, ¿cómo podría vincular la práctica con la teoría en relación con la enseñanza del video?
En los años veinte, Man Ray se hace esta pregunta: ¿qué es hacer cine? El artista se da cuenta de que el aparato cinematográfico, es decir, la cámara, conlleva un discurso y una ideología de la representación. En ese entonces, los artistas estaban tratando de desligarse precisamente de esta lógica de la representación, que ya se había quebrado con los postimpresionistas. Por lo tanto, para estar a la par de ellos, Man Ray realiza un cine sin cámara, es decir que ejerce la acción sobre el mismo celuloide. Esa misma idea me interesa trasladarla al video. Hay un peso institucional tremendamente importante en relación con el uso de la cámara y, por lo tanto, hay que enfrentarlo y despojarse de la institucionalidad. No importa si se rompe, si filmamos al revés, si damos vuelta la cámara hacia el operador y no hacia lo que está frente a nosotros, hay que seguir indagando sobre problemáticas como: ¿por qué esa imagen tiene que ser tan limpia como la del cine industrial? ¡Echémosla a perder, vamos a borronearla! Creo que la primera labor es producir la revisión del instrumento, sacarlo de la institucionalidad mediática y luego darse cuenta de que uno se puede apropiar del medio en todo sentido, no solo físicamente. La enseñanza fundamental es la que invita a revisar la mirada propia, a descubrir una mirada sobre el mundo. Creo que esa tiene que ser la meta que se debe cumplir en la enseñanza del video.