Política de la instalación – Boris Groys
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Reseña del libro Arte en flujo
Publicado en Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea
Boris Groys
ISBN 978-987-1622-30-6
Caja Negra Editora
Buenos Aires, 2014-2019
[fragmento del capítulo Política de la instalación]
Actualmente es habitual homologar el campo del arte con el mercado del arte, y pensar la obra fundamentalmente como una mercancía. El hecho de que el arte funcione en el contexto del mercado artístico y de que cada obra de arte sea una mercancía es indiscutible; el tema es que el arte se produce y se exhibe para aquellos que no son coleccionistas y que son, de hecho, los que constituyen la mayor parte del público del arte. El típico visitante de una muestra raramente ve la obra colgada como si fuera una mercancía. Al mismo tiempo, la cantidad de exhibiciones a gran escala –bienales, trienales, Documentas, Manifestas– crece constantemente. A pesar de la gran cantidad de dinero y de energía puesta en estas exhibiciones, ellas no están hechas fundamentalmente para los compradores de arte sino para el público, para el visitante anónimo que probablemente nunca compre una obra. De igual modo, las ferias de arte, que están hechas explícitamente para los compradores de arte, se transforman cada vez más en acontecimientos públicos, atrayendo así a un espectador con muy poco interés en adquirir obra o sin posibilidades económicas de hacerlo. Así, el sistema del arte va en camino a transformarse en parte de aquella cultura de masas que durante mucho tiempo contempló y analizó a la distancia. El arte se vuelve parte de la cultura de masas, no como fuente de obras que serán comercializadas en el mercado del arte sino como práctica de la exhibición, combinada con arquitectura, diseño y moda –tal como lo anticipaban los pioneros de la vanguardia, los artistas de la Bauhaus, los Vkhtemas y otros, ya en los años veinte. Así, el arte contemporáneo puede entenderse principalmente, en tanto práctica de la exhibición. Esto significa, entre otras cosas, que hoy es cada vez más difícil diferenciar entre dos figuras centrales del mundo del arte contemporáneo: el artista y el curador.
La división tradicional del trabajo dentro del sistema del arte estaba clara. Las obras eran producidas por los artistas y seleccionadas y exhibidas por los curadores. Pero al menos desde Duchamp, esta división del trabajo ha colapsado. Hoy ya no hay ninguna diferencia “ontológica” entre producir arte y mostrarlo. En el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar un objeto como arte. Por lo tanto surge esta pregunta: ¿es posible diferenciar el rol del artista y el del curador cuando no hay diferencia entre la producción y la exhibición estética? Y si lo es, ¿cómo es posible identificar esa diferencia? Yo diría que esta distinción es todavía posible. Y me gustaría argumentar a partir del análisis de la diferencia entre la exhibición estándar y la instalación artística. Se entiende que una exhibición típica es una acumulación de objetos de arte ubicados uno junto a otro en un espacio de exhibición, para ser vistos de manera sucesiva. En este caso, el espacio de exhibición funciona como una extensión del espacio urbano, público y neutral, como una suerte de callecita lateral en la que el transeúnte puede ingresar pagando una entrada. El movimiento del visitante en el espacio de la exhibición es similar al de alguien que camina por la calle y observa la arquitectura de las casas que están a un lado y al otro. No es casual que Walter Benjamin haya organizado su “Proyecto de los pasajes” alrededor de esta analogía entre el paseante urbano y el visitante de una muestra. En este lugar, el cuerpo del observador permanece ajeno al arte: el arte tiene lugar frente a sus ojos, a través de un objeto de arte, una performance o una película. Así, el espacio de la exhibición se concibe como un lugar vacío, neutral y público, una propiedad simbólica del público. La única función de tal espacio es hacer que los objetos que están ubicados en él sean fácilmente accesibles a la mirada del visitante.
El curador administra este espacio de exhibición en nombre del público, como su representante. Por lo tanto, el rol del curador es salvaguardar el carácter público de este espacio y, a la vez, traer las obras a este lugar para hacerlas públicas, accesibles al público. Es obvio que una obra individual no puede reafirmar su presencia por sí misma, forzando al espectador a que la mire. Carece de la vitalidad, energía y salud para hacerlo. En su origen, parece que la obra de arte está enferma y desamparada; para verla, los espectadores deben ser guiados hasta ella como esos visitantes que son llevados por el personal del hospital a ver a un paciente que está postrado. No es casualidad que la palabra “curador” esté ligada etimológicamente a “cura”: la curaduría es una cura. La curaduría cura la incapacidad de la imagen, su incapacidad para exhibirse a sí misma. Por lo tanto, la práctica de la exhibición es la cura que sana la imagen originalmente enferma, que le da presencia, visibilidad. Trae la imagen ante los ojos del público y la convierte en objeto del juicio de ese público. Sin embargo, uno puede decir que la función curatorial es un suplemento, en el sentido del pharmakon derridiano: cura la imagen y a la vez contribuye a su enfermedad.1 El potencial iconoclasta de la cura se dirigió inicialmente sobre los antiguos objetos sagrados, presentándolos como simples objetos artísticos en los espacios de exhibición neutrales y vacíos, del museo moderno o de la Kunsthalle.2 De hecho son los curadores –incluyendo los curadores de los museos– los que originalmente produjeron arte, en el sentido moderno de la palabra. Los primeros museos de arte –fundados a fines del XVIII y comienzos del XIX y desarrollados durante el XIX debido a las conquistas coloniales y los saqueos a las culturas no europeas– coleccionaban toda suerte de objetos “bellos” y funcionales, usados previamente para rituales religiosos, decoración de interiores o como signos de riqueza personal, y los exhibían como obras de arte, es decir, como objetos desfuncionalizados y autónomos, montados meramente para de ser vistos. Todo el arte surge como diseño, ya sea diseño religioso o diseño del poder. En la época moderna, también el diseño precede al arte. Cuando hoy uno mira arte moderno en los museos, se da cuenta de que lo que está ahí para ser visto como arte moderno es, antes que nada, una serie de fragmentos de diseño desfuncionalizados, diseño de la cultura de masas –desde el mingitorio de Duchamp hasta las Brillo Boxes de Warhol– o diseño utópico que, desde Jugendstill hasta Bauhaus, desde la vanguardia rusa hasta Donald Judd, busca dar forma a la “nueva vida” del porvenir. El arte es diseño que se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que lo sustentaba ha sufrido un colapso histórico, como el Imperio Inca o la Rusia soviética.
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1 Jacques Derrida, La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975.
2 En alemán: sala de arte o galería. [N. de la T.]